miércoles, 08 de mayo de 2024

"Vivencias sefaradíes de Buenos Aires" por Carlos Szwarcer

Llegada inmigrantes al puerto de Buenos Aires
Llegada de inmigrantes al puerto de Buenos Aires. Fuente: AGN. Archivo General de la Nación

Nací en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Crecí en un barrio llamado Villa Crespo, ubicado en el centro geográfico de esta gran urbe cosmopolita.

Mis abuelos paternos asquenazíes (judíos originarios de Europa central) fallecieron jóvenes, por tal motivo de pequeño me desarrollé culturalmente entre las costumbres porteñas y las tradiciones de mis abuelos maternos sefaradíes, nacidos en Izmir (Turquía) a comienzos del siglo XX. Llegaron al puerto de Buenos Aires cuando tenían 20 años aproximadamente.

El historiador y periodista, Carlos Szwarcer, autor de este artículo 

De los modos y rutinas cotidianas nada me parecía curioso en mi niñez, y cuando en mi adolescencia comencé a peguntarme sobre los orígenes de mis ancestros tomé conciencia que hablaban el castellano, aunque con un acento especial (con aires medievales). Al preguntarles al respecto me explicaron que en Izmir (Esmirna), en el barrio hebreo (Karatash) todas las familias judeo-españolas, si bien, obviamente, hablaban en turco, en los hogares conservaron de generación en generación el español de sus ancestros.

Darme cuenta de que cinco siglos después de la expulsión de España  continuaran en sus casas con el idioma de sus antepasados me pareció sencillamente maravilloso. Pude confirmar luego que después de la diáspora sefaradí esta característica se repitió  en la mayoría de  los lugares cercanos al Mediterráneo en los que se instalaron los judeoespañoles. Tenía que haber una razón poderosa para mantener no solo sus ritos y costumbres, sino que preservaran por siglos esa fidelidad al idioma y, lógicamente, de tal suerte, esto les permitió adaptarse rápidamente a un medio en el que se hablaba el español moderno.

Escenas familiares procedentes del archivo personal de Carlos Szwarcer

Nada mejor que buscar en la historia para comprender el presente. De este modo supe que durante el periodo 1890 a 1930 las dársenas del puerto de Buenos Aires fueron testigo de la llegada de animosos sefaradíes del antiguo Imperio Otomano. Los pioneros de este movimiento de masas fueron pequeños grupos llegados a fines del siglo XIX desde el norte de África (judíos marroquíes) y luego acudirían cantidades crecientes del Mediterráneo Oriental. Muchísimos de ellos ingresaron con pasaporte de Turquía, lo que dio lugar a que denominaran “turcos” a minorías étnicas de muy diferentes orígenes: sefaradíes, griegos, armenios, sirio-libaneses, etcétera, que además profesaban distintas religiones: islamismo, cristianismo o judaísmo.

De acuerdo al censo de 1936, el mayor volumen de inmigrantes sefaradíes correspondía a los que partieron de dos  regiones: Asia Menor, especialmente de Esmirna, de habla djudezmo (denominado indistintamente ladino, judeoespañol, castellano antiguo, espanyol, españolit, etc.) y de Siria: Damasco y Alepo, de habla árabe.

Estos “turcos”  inicialmente se ubicaron en un rectángulo adyacente al puerto de Buenos Aires, a pocas cuadras de Plaza de Mayo, donde se levanta la Casa Rosada, sede del Gobierno Nacional, y en barriadas periféricas.

La evolución del área céntrica provocaría el encarecimiento de las propiedades y alquileres, razón por la cual se hizo necesario buscar sitios más económicos. En general, los emigrados de Turquía y los Balcanes se fueron concentrando en Villa Crespo, distante unos cinco o seis kilómetros del centro, dentro de la misma ciudad, donde ya había un conglomerado importante de judíos asquenazíes conviviendo con los primeros pobladores criollos, italianos y españoles. También se establecieron en los barrios de Constitución, Once, Flores, Floresta, Colegiales, Belgrano, etcétera.

Llegada inmigrantes al puerto de Buenos Aires
Llegada inmigrantes al puerto de Buenos Aires

En los inquilinatos de Villa Crespo la armonía entre las distintas colectividades fue un hecho común recordado por muchos testimonios que confirman un buen trato entre ellas. Compartían algunos momentos del día en comedores y patios, cumpleaños e inclusive fiestas religiosas; así los judíos invitaban a sus mesas a vecinos cristianos y viceversa. Los niños correteaban y jugaban por las veredas y los adolescentes se reunían y compartían aventuras, sin importarles demasiado a los padres del vecindario la condición social o la fe religiosa de los amigos de sus hijos. Reafirmando esta relación amistosa, un descendiente de un pionero sefaradí recuerda que su abuelo, conspicuo integrante de dicha comunidad villacrespense, en los primeros años del siglo pasado se acercaba periódicamente hasta la Iglesia San Bernardo para encontrarse con el párroco, con el que cambiaban opiniones sobre versículos del Antiguo Testamento, en un franco y ameno diálogo entre diferentes credos.

De los sitios de encuentro social se destacaron los cafés; entre los más conocidos en el barrio y que florecieron a la vera de su adoquinado fueron el “Franco”, el “Oriente”, el de “Danón”, no obstante, fue el mágico y mítico “Café y Bar Izmir” el que dejó la huella más profunda en la memoria colectiva. Allí se reunían fundamentalmente los sefaradíes, en general varones que se recreaban hablando tanto el judeo-español como el turco, con la presencia de orquestas y odaliscas, juegos de mesas y una gastronomía acorde a las costumbres del “Sultanato Otomano. Por tal motivo allí, además acudían habitúes de otras etnias procedentes de la misma región: griegos, armenios y  musulmanes. Una verdadera Babel.

Almuerzo y brindis familiar 

Mientras, en los zaguanes, patios y habitaciones de los inquilinatos existía otro universo: el familiar, en el que la imagen de Sefarad se hacía más evidente. En sus cuartos, patios y cocinas reinaban las “muyeres”. La doctora Eleonora Noga Alberti, (historiadora y musicóloga), destaca: “... como contrapartida (las mujeres sefaradíes) se reunían entre ellas y cantaban. Puede ser ese uno de los motivos por los que se conservó tan bien gran parte de la tradición. Cantaban entre ellas, en la cocina, al hacer las tareas hogareñas o para entretenerse... como los hombres salían y ellas estaban con los hijos, la mujer estaba más relacionada con ‘el romancero’; es la que mejor lo conservó, tanto las marroquíes, griegas o turcas... todas las mujeres tenían, a pesar de la imagen que a veces se hace de ellas, mucha vitalidad, una gran fuerza interior... En general el repertorio está muy ligado al ciclo de la vida, desde la parición –hay cantos para la mujer que ha dado a luz- hasta la muerte”.

Los “dichos” y “refranes” -tan ligados a Sefarad- fueron repetidos casi como un  ritual, y referidos a las cosas más sencillas y cotidianas, se custodiaron con devoción. Fue complejo poder mantener el idioma medieval puro que ya había recibido, además del hebreo, los aportes lingüísticos de cada región en la que se instalaron los sefaradíes; pero el djudezmo (ladino, judeoespañol, “castellano antiguo”), poco alejado del “castellano moderno” hablado por la sociedad porteña, tuvo inicialmente un importante carácter “integrador” con la vecindad.

Es preciso señalar aquí qué ancianos sefaradíes del barrio y, lo que es más sugestivo, sus hijos y nietos, en menor medida, manifiestan una especial atracción por España. Sin desconocer o negar hechos traumáticos como, por ejemplo, los acaecidos en 1391 o 1492, la imagen idealizada de Sefarad aparece a modo de etapa dorada o Paraíso Perdido en un tiempo remoto. El gusto por lo español se manifestó no solamente en los estilos o modismos con reminiscencias medievales, sino en la atracción por el arte hispano contemporáneo. Numerosos sefaradíes escuchaban junto a vecinos españoles programas radiales de esta colectividad, y cantaban y bailaban las canciones españolas de moda, cantejondos, cuplés, etc, de los artistas peninsulares populares en Buenos Aires. El idioma, seguramente, es una de las claves para entender la relación tan singular que une al sefaradí con lo español, es decir, a aquellos judíos que llevan también en su ser el habla de Cervantes. Ya el poeta Miguel de Unamuno aseguraba: “La sangre de mi espíritu es mi lengua, y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo...”.

abuelos y nietos bailando
Abuelos y nietos bailando

No cabe duda que a partir del exilio iniciado a fines del siglo XV los sefaradíes guardaron en sus corazones enormes “fragmentos” del espíritu español, atesorados como reliquias en sus nuevos hogares, y cada generación les sacó lustre rememorando una España ya inexistente, como si la hubieran conocido e hiciera un mes de la partida y no siglos. Pasaron cientos y cientos de calendarios y esos “fragmentos”, parte del complejo rompecabezas que constituye la esencia de esta comunidad, fueron protegidos, aún subconscientemente, lo más que se pudo de todo tiempo y lugar. Y si el sefaradí pudo vivir en condiciones favorables dentro del Imperio Otomano, establecerse en forma permanente en sus ciudades, incorporar términos regionales en su viejo castellano, agregar otras comidas a su cocina y sensuales músicas orientales en salones y bares, cinco siglos después parece casi un milagro que en el tono esencial de la vida perduren entrañables e intensos tantos matices españoles.