viernes, 26 de abril de 2024

Partir para perder y reparar. La historia de María Rosa Iglesias López

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María Rosa Iglesias

Partir para perder y reparar

“No puede impedirse el viento, pero hay que saber hacer molinos”.

Miguel de Cervantes Saavedra.

Historia de María Rosa Iglesias López

Cuando la conocí era “la madre de Ruy” (Ruy Farías, un referente académico de la galleguidad en Buenos Aires) aunque en poco tiempo, su personalidad se impuso y se convirtió en María Rosa. 

Recordé verla en la presentación del libro Inmigradas, en 2017, publicado por la Dirección de la Mujer de la Ciudad, en que ella asistió como una de las doce protagonistas de las historias del texto. Seguimos encontrándonos en algunos de los distintos eventos que se realizan en Buenos Aires en torno a la cultura de la colectividad gallega.  

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María Rosa Iglesias en la presentación de "Inmigradas" en el Centro Galicia, acompañada del psicologo Andrés López, la escritora e historiadora María Rosa Lojo y la especialista en semiótica Cñau

Vivíamos muy cerca y conocí su Pequeno Marrozos, como llaman a su jardín desde que el historiador Núñez Seixas lo bautizó así. Entonces entendí muchas cosas y en las tardes de conversación entre los frutales, enredaderas y las hierbas aromáticas me introdujo en su historia. 

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El jardín de María Rosa Iglesias, su pequeno Marrrozos

Formalmente le propuse una entrevista porque su testimonio no puede perderse, es uno más de mujeres migrantes, pero distinto.

Nació el 29 de Abril de 1948 en Ardagán, aldea de Marrozos, parroquia rural de Santiago de Compostela. Su madre, como muchas niñas de la zona se llamaba Esclavitud por la Virgen del mismo nombre, a cuyo hermoso santuario  peregrinaba anualmente su abuela. 

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La casa natal de María Rosa Iglesias, en Marrozos

Al relatarlo, me hizo reflexionar cómo, fuera de su cultura, se tergiversan hasta los nombres. 

El de mi madre refiere a una tradición: un peregrino muy enfermo, al refrescarse en un manantial, rogó a la Virgen que lo liberase de la esclavitud de la enfermedad. En nuestra parroquia, al llamar Esclavitud a una niña, se celebraba el milagro en cuyo recuerdo se había erigido el santuario. Los aspavientos de los porteños hicieron que mi madre se avergonzara de su nombre y que, en adelante, lo viviese ya no como una evocación de lo sobrenatural, sino como una auténtica “esclavitud” o castigo. Yo jamás lo consideré un nombre feo. Era diferente, era el de mi madre que, además, era una mujer hermosa y delicada.

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Esclavitud López López, la madre de María Rosa Iglesias

Mi padre, Manuel Iglesias Raíces, emigró cuando yo tenía dos meses. Como todos los campesinos, había trabajado desde chiquito. Fue reclutado como asistente sanitario durante la guerra civil. Seguramente ahí aprendió a valorar la salud, el orden y la limpieza. A su personalidad emprendedora y progresista se sumó una gran disciplina. Lo reclamaron sus primos dueños de la panadería y confitería “Gamás”, que estaba en la Av. 9 de Julio, antes de su ensanche. Papá viajó en avión, en aquel tiempo una larga y azarosa travesía. Mientras trabajaba para devolver el costo del pasaje, aprendió el oficio de pastelero, que ejerció toda la vida. Con otros socios, consolidó la fama de El Fortín, cuya pizza creó su hermano, Andrés.

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Pizzería El Fortín

Se convirtió en un hito de la gastronomía y, como tal,  fue declarada  de interés cultural por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.

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Manuel Iglesias Raíces, el padre de María Rosa Iglesias

Evocando a su padre, María Rosa se interna en la Buenos Aires de mediados de siglo XX y continúa: 

Vivió en el barrio de La Boca, con otros primos. Al cabo de cuatro años juntó un capital y, tal como te conté, logró ser socio de una pizzería y confitería. Entonces reclamó a su familia: mamá, mi hermano mayor y yo. Para recibirnos alquiló, junto con la hermana de mamá y su marido, una modesta casita en la zona sur, en Quilmes. Todavía guardo la delgada y única frazada con la que se abrigaba. Y tengo en mi memoria sus únicos pares de zapatos cuidadosamente lustrados: uno para ir a trabajar, el otro para ocasiones especiales. Recuerdo verlo, en sus tardes libres, repasando un libro de matemática, o cosiendo un botón o planchando una camisa, si mamá estaba muy ocupada. Pienso que no haber podido estudiar fue su gran frustración. 

En el caso de la familia de María Rosa la emigración no había sido una experiencia nueva:

Mi abuelo materno había emigrado de niño, con sus padres. Retornaron pronto, cuando mi bisabuelo se enfermó. Murió en el barco y fue arrojado al mar, en un episodio muy traumático. De adulto, el abuelo “de Ardagán” emigró en repetidas ocasiones, retornando siempre. Era lo que se llamaba “trabajador golondrina”, pero como al cambio el dinero le rendía mucho, cuando regresaba a la parroquia compraba fincas. Ya sabes el valor que, más allá de lo económico, se le da en Galicia a la posesión de tierra. Mis dos abuelos poseían tierras, eran algo menos pobres que los otros pobres. La aldea de mi papá se llama Gamás. En su homenaje, la protagonista de mi novela, Aurelia quiere oír, tiene por apellido ese topónimo.

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Foto del pasaporte con el que emigró María Rosa Iglesias

Habiendo emigrado tan pequeña, me intereso por los recuerdos de sus años de infancia en Galicia, suponiéndolos casi velados, pero para mi sorpresa, le escucho decir:

Aunque llegué a la Argentina 35 días antes de cumplir cinco años, tengo recuerdos muy intensos de ese tiempo en Galicia, también de los primeros  en Argentina, hasta los siete años; después un gran bache, un vacío. Es como si sólo aparecieran fragmentos que me permiten reconstruir parte de lo vivido, pero algo se hubiera devorado, silenciado, apagado, dentro de mí.

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Foto de María Rosa Iglesias a los 3 meses de llegar a Buenos Aires

Hice primer grado en Quilmes y después nos mudamos a Ciudadela, a poca distancia de la ciudad de Buenos Aires. Mi barrio no era marginal pero ya crecían “villas” alrededor. Alquilábamos dos habitaciones con cocina en uno de los clásicos inquilinatos de la época. El baño se compartía. Ahí vivimos varios años hasta que pudimos tener casa propia, en la Capital.

Gracias a papá que me enseñó, entré a primer grado sabiendo leer. Era la única, y la maestra se dio cuenta de que no fallaba mi capacidad y atención sino mi oído. Esa maestra fue muy importante para mí porque me demostró comprensión y me propuso para recibir el premio a la mejor alumna.  

Es que en Galicia ya se había detectado que, desde que tuve otitis crónica como secuela del sarampión sufrido de muy chiquita, oía menos de lo normal, pero yo no recuerdo haberme sentido marginada en el ambiente poco ruidoso de la aldea. Fue en la gran ciudad y en la escuela donde empecé a sufrir por la pérdida auditiva: un intenso sentimiento de exclusión e impotencia. 

Apenas llegados a la Argentina nos asociamos al Centro Gallego.  Mis padres consultaron a muchos médicos, dentro y fuera del sanatorio.  Me operaron a los doce, a los catorce, y a los diecisiete años, cuando las cirugías todavía no daban buenos resultados. Pero la infección crónica de la otitis exigía aquellas intervenciones. No hubo solución, el problema se fue agravando.  Y a los catorce años, tuve que afrontar la vida con sólo el 20% de la audición normal y la mitad de la cara paralizada. 

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Carnet de asociada al Centro Gallego

Al referirse a ese aspecto de su problemática física, la observé revivir un padecimiento grabado a fuego en su interior.

¿Te imaginas lo que sentía al verme con la cara asimétrica, deforme, medio lado inmóvil y hasta con dificultades para hablar? En aquel tiempo los pobres no sabían nada de apoyo psicológico; tampoco lo recibían. Quedé librada a mis recursos. Fue una época negra. Justo cuando la mayoría de las adolescentes viven los tiempos color de rosa, o al menos, con fervor y entusiasmo, yo no podía salir del túnel de las sombras. Me sentía impotente, incapaz y fea. Me rescató la fe y la lectura del Evangelio. Imaginaba que yo era la oveja que el pastor salía a buscar abandonando a las otras noventa y nueve del rebaño. Muchos años después, ya sin fe, durante una misa de esponsales, pese a mi sordera, oí casualmente las palabras del cura: “Dios con vosotros” y sentí que Dios estaba conmigo.  

Aunque María Rosa había dejado de creer, iba a la iglesia al menos el Viernes Santo. Pisaba con firmeza el suelo, miraba alrededor y sentía el derecho a estar en ese lugar, por la fe y por la legitimidad que otorga el bautismo. Sentía que nadie podía echarla ni tratarla de extranjera. 

Hoy sigo yendo para esa fecha, aunque ya no necesito reparar tanto dolor, pero lo hago agradecida por el cobijo que me dio la fe cuando tanto la necesité. Cuando fui adulta procuré la ayuda terapéutica que me rescató del profundo sentimiento de exclusión, inferioridad y enojo que causa la hipoacusia severa; de la vergüenza por mi cara deformada y de la descalificación que había instalado el injusto y cruel estereotipo del gallego “bruto”.

La escucho sin interrumpirla, porque comprendo que se ha abierto una compuerta y que por ella brota un sentimiento íntimo, que necesita cobrar vuelo.

Mamá había emigrado porque mi padre no quería regresar a la Galicia atrasada de la época y, después de trabajar pocos meses en una casa de familia en Quilmes, quedó recluida en el hogar, sin mucho contacto con el mundo exterior y no pudo apoyar mi salida al mundo. Creyendo que me protegía, intentaba retenerme en casa, lejos de los peligros de la gran urbe. No entendía mi curiosidad, mis deseos de aprender, de ir a la universidad. Además, aunque me sentía gallega hasta la médula, yo deseaba ser una par con las porteñas de mi edad. No fantaseaba con un novio gallego: quería conocer gente diferente, con otras miradas y opiniones. Se me puso muy difícil por la hipoacusia.  

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Foto de la libreta universitaria de María Rosa Iglesias, con 19 años de edad

Cuando mucho tiempo después María Rosa pudo tener su casa actual, una pequeña Galicia en Buenos Aires, Pequeno Marrozos, sintió que había recuperado su lugar. Lamenta que sus padres, especialmente su madre, no la hayan conocido. “Mamá se hubiera sentido muy feliz”, dice. Coincidimos, emigradas ambas, en que es imposible transferir esa experiencia. Si no se la vivió, no hay modo de transmitirla, podemos contarla, se puede vivenciar más o menos. Pero sólo eso. 

Te sentiste muy mal en esos años María Rosa, acoté a sus dichos, yo también percibí, por supuesto, ser diferente, ser tenida en menos, pero no tan fuerte como lo que me cuentas. Ambas buscamos la causa de ese dolor tan intenso de ella; la hipoacusia y su parálisis no fueron ajenas, sin duda, sino fundamentales para esa niña.  

Yo había viajado en el Yapeyú suponiendo, en mi imaginación o deseo, que veníamos a buscar a mi padre para, una vez reunida la familia, retornar todos a Marrozos. A la semana ya me quería volver, extrañaba a mis abuelos y primas. Pero el día del regreso no llegaba nunca. Me di cuenta de que no habría retorno cuando supe que me habían anotado en la escuela. Salí a la calle para que no vieran mis lágrimas. Era una avenida muy ancha sin asfaltar y yo vi -aún recuerdo la fuerza de mi deseo-, en el fulgor del mediodía, el Yapeyú, el barco en el que había llegado, que venía a buscarme. Fue un segundo de alucinación. Al parpadear, todo se había desvanecido. Ese día, se impuso la realidad y se me terminó la infancia. No había cumplido los seis años. 

¿Y en la escuela como lo has pasado? Mis propios recuerdos de aquel delantal blanco y los bancos con compañeritas me llevaron a preguntarle por su experiencia. 

De lo escolar tengo recuerdos diversos. Tuve buenas maestras pero también una “muy mala” que nunca me prestó atención hasta que se lo ordenó la directora. En primer grado no me dieron el premio a la mejor alumna, supongo que a la dirección no le pareció adecuado dárselo a una extranjera. En cambio, en sexto y séptimo grado, en la escuela de Ciudadela, fui abanderada. No me salvé del bullyng, aunque por entonces no se usara este términode una compañera que aprovechó el estereotipo del gallego para humillarme. Pero lo peor era el esfuerzo que debía hacer para oír, el alerta permanente y la angustia de no poder, vivencias que se incrementaron en el secundario y en la universidad.

Esta etapa tuvo otros ingredientes: como aprendí el castellano en Buenos Aires, a veces usaba palabras gallegas para nombrar las cosas y eso provocaba risas. Por oír tan poco, no lograba entender las letras de las canciones ni las reglas de los juegos grupales que eran nuevos para mí porque en Galicia se jugaban otros. Eso me avergonzaba y también me aislaba, pese a que soy sociable por temperamento y naturaleza. 

Sus comentarios me llevaron a pensar en mi propia niñez y en las veces en que había vivido esas experiencias, usar una palabra que llamaba la atención o no reconocer los códigos de juegos y canciones infantiles de mi barrio porteño. Siempre fuimos diferentes, integrados sí, con el tiempo, pero no iguales. María Rosa lo define muy bien. 

Éramos diferentes, lo asumo. Mi madre tenía el concepto del ahorro como todos los emigrados que buscaban mejorar su situación en base a sacrificio. Recuerdo mi primera Nochebuena en Ciudadela. Mamá haciendo compras en el almacén. Todos llevaban bebidas y golosinas en abundancia y propias de esa fecha. Mamá sólo los cuatro o cinco alimentos básicos de siempre. Yo, decepcionada y avergonzada, pensé que en verdad ella era “amarreta”, como calificaban los criollos a los inmigrantes. Años después me enteré que le habían quedado apenas cinco centavos en el bolsillo y que jamás consideró la posibilidad de comprar al “fiado”. Y también supe de su emoción cuando papá llegó esa noche con sidra y pan dulce. “Nunca volví a pasar por una situación así en la Argentina”, dijo mamá. Y siempre contaba, agradecida al nuevo país, que se había cumplido la promesa de su padre, cuando la animó a emigrar: “Vaite, filla, vaite. En Bos Aires, nunca te faltará un pedazo de pan”.

Mientras la escucho viajo hacia mi pasado, las dificultades para integrarme a los grupos de pares, con las costumbres de este país, que no comprendían en mi casa. El siguiente comentario de María Rosa me confirmó que las familias gallegas tenían otras formas, y los hijos debimos acomodarnos a ese traspaso forzado de culturas.

En cuanto a mi socialización, mi madre tampoco la facilitó. Ella no se daba mucho con las vecinas porque se quería preservar del “chisme” típico de las aldeas. Por entonces las mujeres de la colectividad no salían con amigas sino sólo con sus maridos, cuando hubiese una ocasión. Recuerdo frases arquetípicas como “no hay que contar nada de la familia”. No me permitía llevar amigas a casa, ni ir a las suyas. Ella se preservaba en su mundo hogareño y, en su desesperación por protegerme de la hipoacusia, en vez de alentarme a socializar, intentaba que yo me quedara a su lado, que no estudiara, que fuese modista. Me refugié en la lectura. Esta fue la única diversión durante mi adolescencia y mi ventana al mundo- me dice. 

Y puedo ver en sus ojos la remembranza de aquellas tardes solitarias, buceando vidas y aventuras en las páginas de los libros.

Mi padre, que siempre tuvo una mirada más amplia, deseaba que estudiara y no cuestionó mi carrera. Cursé en el Liceo Nro. 2, viajando desde Ciudadela a Caballito, hasta que nos mudamos a Floresta. No logré tener “la barra de amigos” típicos de la edad.  Pero hice mi grupo de compañeras del Liceo y luego en la Facultad, aunque acotado a los lugares y temas de estudio. 

Al terminar el secundario dudó entre la carrera de Abogacía, que siguió su hermano mayor, y la de Letras y eligió esta última por causa de la hipoacusia. La hizo en dos tramos. Las primeras materias con continuidad, pero luego quiso trabajar para ser independiente y medir sus posibilidades. Ingresó en una oficina como administrativa y, por la dificultad auditiva, no pudo sostener tanto esfuerzo de atención. Abandonó la carrera, aunque más tarde la retomó por poco tiempo. 

¿Y de tu vida sentimental Maria Rosa? Porque yo conozco a tus dos hijos, maravillosos como personas y como profesionales. Y eso merece un capítulo aparte, con esta frase introduje el tema afectivo, fundamental en la adolescencia y juventud. 

La verdad es que los muchachos no hacían caso de mí. Por mi físico menudo, parecía más joven, casi una nena y era terriblemente tímida. Cuando me invitaban a bailar o querían charlar conmigo, no los entendía. Creo que me tomaban por tonta y, además, cuando sonreía, se veía como una mueca torcida por la parálisis. Yo necesitaba ámbitos de socialización más pequeños, donde se notaran mis cualidades, pero no tuve esa suerte. 

Argentina 13. con sus hijos Ruy y Mònica y sus nietas Antía y Joaquina, disfruta las vacaciones en Córdoba web
María Rosa con sus hijos Ruy y Mónica, y sus nietas Antía y Joaquina, disfrutando de unas vacaciones en Córdoba

Quien fue su marido y padre de sus hijos tenía raíces nativas. Ella, al igual que su hermano mayor, se casaron con criollos. Cuando se separó teniendo dos hijos muy pequeños, sus padres la apoyaron, aunque no estuvieran de acuerdo con esa decisión, para esos tiempos y dentro de la colectividad gallega, muy mal vista. Pero María Rosa es de la raza de los valientes, de las amazonas, de las que arrasan con todo para construir. 

Con apoyo de sus padres y en sociedad con su hermano menor nacido en Buenos Aires, instaló en el barrio de Palermo un negocio de librería y papelería. En pocos años, y en un local más grande, Thesisse transformó en autoservicio de artículos escolares, comerciales, técnicos y artísticos. 

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María Rosa en la exposición de "Inmigradas"

No era fácil con mi sordera, me dice, atender público, proveedores, teléfono y empleados. Era un desafío, una exigencia enorme pero además, la oportunidad para salir del encierro de la oficina, para relacionarme con gente. Ese trabajo me abrió los ojos a muchas realidades de la vida, a conocer personas de toda índole. A sentirme capaz y valorada por mis clientes. Tengo recuerdos hermosos de algunos. En casa me esperaban las tareas domésticas y de madre. Mis ocupaciones eran de lunes a lunes, ya que el fin de semana tenía que poner al día lo atrasado de la casa. Pero la experiencia lograda me hizo crecer y madurar. Estoy contenta de haberme atrevido. 

Admirada por su valentía en lo personal y en lo comercial, seguí escuchando atentamente a esta persona que había creído conocer, y advertía una vez más que detrás de todo ser humano hay un mundo vasto e insondable.   

Viví once años con mis padres, que me ayudaron mucho, pero también sentía cierta forma de control y vigilancia. Una anécdota resume lo que sentí en ese tiempo: Tenía 38 años y un domingo por la tarde, mientras mis hijos compartían su tiempo con amigos, yo tejía, como si fuera una anciana. Decidí que aquél sería el último abrigo que tejería. Así fue.  

María Rosa se define por esta firmeza, para todo. Proponerse y lograr, superar, por eso, a pesar de las limitaciones y el sufrimiento, pudo reparar.

Me interesa tu faceta de escritora María Rosa, sé que tu primera novela, “Aurelia quiere oír”, estuvo varios años en “maceración”, y que en la actualidad estás produciendo relatos, cuentos y mucha actividad en el tema del cuidado ambiental. 

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La primera novela de María Rosa Iglesias, "Aurelia quiere oír"

Disfruto de la escritura desde que, en la escuela, redactábamos “composiciones”. A los 10 años leí El Quijote y me propuse ser escritora. Me deslumbró. Combatir los molinos de viento y avanzar contra los gigantes… algo de ello habrá permeado en mí. Entré en la carrera de Letras con la ilusión, equivocada, de que aprendería a escribir. Cuando abandoné la carrera por segunda vez, decidí que debía valerme de los conocimientos que ya tenía. Fui a un taller literario, escribí poesía y algunos relatos. Y empecé Aurelia quiere oír, que reescribí dos veces. En ella quise expresar mis dos heridas del alma, la problemática de la hipoacusia y el desgarro emocional de la emigración. Los hipoacúsicos, al contrario que los sordos, no tenemos grupos de pares. En general, nacimos con audición normal y, por alguna enfermedad, la perdimos. Aunque nuestra estructura mental y lenguaje nos igualan con los oyentes, la hipoacusia nos aísla, incomunica y frustra. “Aurelia…” no es una novela autobiográfica aunque sí narra bastante de mi experiencia infantil y adolescente.  

Escribir y reescribir esta novela fue una catarsis. Me permitió reflexionar sobre las pérdidas sufridas: mi mundo cultural, el afecto de abuelos y primas, el paisaje boscoso de Marrozos; el mundo de la audición; y el mundo de la normalidad física destruida por la parálisis facial que, pese a los muchos tratamientos, no se pudo curar. Habían sido golpes fuertes a mi identidad y autoestima, me habían frustrado y avergonzado. Durante la escritura pude comprenderme mejor a mí misma y aceptarme. Y pude entender que la gente está llena de problemas, aunque “pueda oir”.  

Por suerte no tengo una personalidad depresiva sino resiliente. Doy pelea resistiendo. Me “argentinicé” pero preservé mis raíces. Resistí la hipoacusia intentando vivir plenamente, estudiando, saliendo al mundo, trabajando en lo menos imaginable: con público. Lo hice bien, pero con un desgaste físico y emocional enorme. Afronté mi “monstruosidad” facial sonriendo y gesticulando como si nada pasara. Incluso me pintaba los labios –y sigo haciéndolo-, ignorando la asimetría entre las dos mitades de la cara. 

¿Y tus proyectos?, porque sé que nunca estás detenida, sos un acorazado en constante movimiento…

Estoy en tratativas para editar un libro de cuentos sobre la emigración. Probablemente se llamará “Jugarse en las orillas”.  Por estos relatos pasan personajes reales y personajes ficticios, desgarrados entre dos mundos y tratando de ser felices, a pesar de todo.  

Terminé otro libro de cuentos de temas varios, aún sin título. Y escribí un texto sobre mi recuperación auditiva luego del implante coclear. La ciencia me permitió recuperar la audición, al menos, de un oído. La poesía es un tema pendiente, me gusta pero es muy dolorosa, aunque en la última parte de “Aurelia…” hay un poema dedicado a mi madre. 

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María Rosa con sus nietas

María Rosa, la múltiple, la que corre delante de los temas, la que no se arredra, la que se adecua a los nuevos tiempos, sin olvidar los antiguos tiene también una cuenta en Instagram para difundir temas de hipoacusia y cuidado del medioambiente: @mariarosaiglesias_escritora. Y sostiene la mirada de género, la que no resistió a la subordinación.

Mi feminismo comenzó temprano. A los cinco años, cuando llegué a Buenos Aires, percibí como una injusticia que mi madre, de jefa de hogar pasara a ser subalterna de su marido. De alguna manera comprendí que es fundamental la independencia económica, que sin ella no hay libertad ni poder sobre la propia vida. Les transmití a mis hijos el amor a la libertad del conocimiento. Los fines de semana, junto a la estufa les leía historias, muchas en gallego.

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Presentación de "Aurelia quiere oír" en Santiago de Compostela, con personalidades del mundo literario y académico

¿Y tu regreso a Marrozos, María Rosa? ¿Al originario…?

Volví en 1994, cuarenta y un años después de haber partido. Mis padres, por suerte pudieron hacerlo antes. Cuando regresé comprendí por qué tenía el paisaje de Galicia posado en los párpados. Mi memoria había seleccionado días luminosos y soleados, nada que ver con la realidad de lluvias y nublados. Creo que esta idealización se debió a que allá estaba integrada y todavía no era grave mi pérdida auditiva, en cambio aquí me sentí sin raíces y descalificada. Y volví en el 2007 y en el 2010 cuando Ruy defendió su tesis; y en el 2019, en que además presenté mi libro Aurelia… en Santiago de Compostela, Corcubión, Laxe y Lugo. 

Argentina 5. Presentación en Santiago, la acompañan Víctor Freixanes, Núñez Seixas, Margarita Ledo y Belén Regueira web
Presentación de "Aurelia quiere oír" en Santiago de Compostela. A María Rosa Iglesias la acompañan Víctor Freixanes, Núñez Seixas, Margarita Ledo y Belén Regueira

En el otoño porteño la luz comenzaba a escabullirse, era la hora de partir. Me fui transitando las calles de Floresta, dejando atrás Marrozos, pensando que no hay nada casual en las carreras de sus hijos. Ambos trabajaron en la librería mientras estudiaban y obtuvieron diploma de honor en la Universidad de Buenos Aires: Ruy en Historia y Mónica en Geografía. Concursaron por becas en el exterior y se doctoraron. Ruy en Santiago de Compostela, para ser el Ulises de su Odisea y Mónica en Seattle, para ser la viajera sin fronteras. La síntesis de las aventuras de ese Quijote que deslumbró a la Rosita  de 10  años. 

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Ruy y Mónica, los hijos de María Rosa Iglesias

Tomé el teléfono y le escribí: “Todo lo tuyo está en ellos y en ellos estás vos”.

Celia Otero Ledo, Mayo de 2022