sábado, 27 de abril de 2024

POR CELIA OTERO

Figurando recuerdos con José Luis Seoane

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José Luis Seoane, en la inauguración del edificio de España, con personalidades, entre ellas el Embajador de España en Argentina y el presidente de la Xunta de Galicia, Nuñez Feijóo.

Figurando recuerdos con José Luis Seoane

Un argentino de dos patrias, que amanece con el sueño en el alma y la actividad constante, parafraseando a su admirado Jorge Luis Borges. 

Lo conocí el día que se inauguraba el edificio de Ospaña. Septiembre es un mes agradable en Buenos Aires y, mientras caminaba hacia la nueva sede en la calle Venezuela, a pocos metros del obelisco, me entusiasmaba la idea de que, al fin, los españoles tuviéramos una mutual social solidaria, como en el pasado. 

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Vista nocturna del edificio de Ospaña

La importancia del acto se puso de relieve en las figuras y oradores presentes. Allí estaban el embajador de España, D. Santodomingo Núñez, el presidente de la Xunta de Galicia, D. Alberto Núñez Feijóo, y otras personas públicas  de importancia local e internacional. Cuando escuché el nombre del primer orador y presidente de la institución, José Luis Seoane, vino a mi mente un título de su homónimo,Borges: "Figurando recuerdos", y dejé que mi pensamiento se alejara recorriendo los propios. Volví al presente con los versos que resonaban en el salón: Seoane citaba Amanecer, ese poema de Borges que habla de los sueños en el alma y la actividad en la mente. 

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Inauguración del edificio de Ospaña

Confieso que me impresionó muy bien que, en un acto formal, el presidente de la institución incorporara la poesía, y dijera que la mirada poética de Borges explicaba en gran parte la obra que se concretaba. Ese hilo que había unido sueño y gestión. Imprescindibles ambos, afirmó, para lograr la concreción.

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José Luis Seoane en el discurso de la inauguración del edificio de España

Desde entonces su figura despertó mi interés, que se incrementó cuando lo reconocí como presidente del Centro Lalín, Agolada y Silleda y supe que era primera generación de argentinos. Un hombre abocado a Galicia, me dije, que ejerce un liderazgo importante en dos instituciones diferentes, pero complementarias. Conocer su historia, es repasar la de la inmigración: el ascenso social que Argentina le permitió a aquellos que llegaron con la maleta llena de aspiraciones. 

Aceptó la propuesta  de contar su historia, sin prejuicios ni prurito, tal vez era el momento en que hacerlo le permitiría reconocerse más íntegramente.

Mientras lo escuchaba relatar sus orígenes y el recorrido de su vida, surgieron las imágenes de esos sueños que se originaron en “Escuadro”.

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Foto de la aldea de Escuadro, en Silleda, lugar de nacimiento de sus padres

Mis padres nacieron en Escuadro, una parroquia de Silleda, en la provincia de Pontevedra. Y se llamaban, como en la Biblia, María y José, quien también era carpintero. 

Sentado en su despacho, funcional y austero, concordante con este hombre homónimo del gran Luis Seoane, me impresionó la cordial tranquilidad con que se explayó durante largo tiempo buceando entre sus recuerdos, anhelos y  logros. 

Nací, como no podía ser de otra forma, en el Centro Gallego, la institución sanitaria que fue emblema de la colectividad. Mis padres, vecinos de aldea de la misma parroquia, se habían conocido y comenzaron a quererse en aquel lugar que, para esos tiempos, mediados del siglo pasado, no les ofrecía futuro ni presente. 

Emigraron ambos muy jóvenes, pero sabiendo que el destino estaba en estas tierras lejanas en las que  había algún familiar que los  apoyase. Mi madre arribó a Montevideo y mi padre a Buenos Aires, cada uno donde tuvo quien lo reclamara. Las cartas continuaron el noviazgo y mamá accedió a venir, previo casamiento, por poder. Viajó entonces desde Montevideo a Buenos Aires, como María Vidal de Seoane. Y lo fue durante toda su existencia. 

Mi padre ejerció poco tiempo su oficio, siguiendo a la mayoría de los gallegos emigrados ingresó en el ramo gastronómico, en un bar, como empleado primero, socio minoritario después. Ella trabajó en una fábrica textil, él en largas jornadas detrás del  mostrador, durante años. 

Por entonces vivimos entre Ciudadela y Castelar, en la zona oeste del gran Buenos Aires. Ellos habían perdido su primer hijo, que falleció con pocos meses, creo que ese dolor, muy poco expresado, lo llevaron siempre y los llevó a  depositar en mí muchas expectativas. Espero haber estado a la altura de ellas. 

José Luis Seoane no se quiebra, pero se desliza suavemente en la emoción.

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Con sus padres y sus hijos, en otros tiempos

Lo escucho tratando de imaginar cuántos recuerdos se remueven en su interior, al decir: “mamá era cariñosa y me felicitaba  cuando traía excelentes notas. En cambio mi padre nunca se refirió al tema o expresó entusiasmo por mi buena actuación estudiantil, consideraba que era lo natural, que tan sólo cumplía con mi obligación. Años después supe, por clientes suyos, que cuando yo no estaba presente hablaba de su José Luis, de lo inteligente y estudioso que era, con orgullo de padre”. 

Sabiendo que esa actitud fue la más habitual entre los inmigrantes gallegos, le sonreí comprendiendo su desazón y esperé a  que la memoria lo devolviera a Castelar. 

La escuela primaria, pública, nos igualaba, allí concurrían muchos alumnos como yo, hijos de inmigrantes, fuesen gallegos o italianos y no me sentía diferente. Era uno más. Trabajé desde pequeño, como algo natural y además frecuente entre esos chicos con padres que se esforzaban por tener su casa y un futuro. Por la mañana salía muy temprano a ayudar a mi papá en su reparto de damajuanas de vino. Por entonces había dejado el bar, ya que su amistad con un bodeguero, también proveniente de Silleda, lo había iniciado en ese ramo. 

Mamá dejó la fábrica y colaboraba, con mucha dedicación, con el negocio familiar que funcionaba desde la casa.  

Había que madrugar mucho y distribuir entre los clientes el producto. Yo iba por la tarde a la escuela, lo cual permitía que en  mis mañanas fuera testigo de la dura y extensa jornada de trabajo de mi padre. Su día era de largo horario y mucho esfuerzo. Era necesario y previsible que lo ayudara.

Hasta tercer año de la secundaria ésa fue mi vida, trabajar y estudiar. En cuarto y quinto comenzaron mis años dorados. Debía ir por la mañana al colegio, y en la tarde el reparto ya estaba hecho y podía ir al Club Argentino de Castelar, como muchos de mis compañeros. Entonces avisté otra forma de vida. Distinguía los compañeros más acomodados del Bachillerato Modelo, y los amigos del Club Argentino de Castelar que hablaban de sus vacaciones, comodidades, fiestas y deportes. Comprendí que el estudio, actividad que naturalmente disfrutaba, sería una forma de poder llegar a esa vida menos sufrida, objetivo por el cual mis padres habían emigrado. 

Desde pequeño la colectividad era el refugio que nos albergaba en las tradicionales comidas de San Isidro, una o dos veces al año, en el campo de Silleda. Allí me contactaba con las costumbres y tradiciones que mis padres traían consigo y de las que hablaban entre sus paisanos. Pero la época  de la vida universitaria, los estudios, noviazgo y la formación de una familia ocuparon mi tiempo en los años más cruciales de la vida de quien tiene que forjarse a sí mismo. Decidí estudiar Derecho, porque me interesaba  lo legal y se combinaba con mis posibilidades. 

Ahora recuerdo que, en algún tiempo pensé en Medicina, pero era una carrera incompatible con el trabajo, nunca imaginé que la vida me iba a llevar al campo de la salud, a través de  Ospaña. Paradojas que no siempre podemos explicarnos. 

Me casé y viví en Villa Luro, otro barrio de la Capital tan pleno de paisanos como lo son tantos. Fue ejerciendo mi profesión que las instituciones de la colectividad me encontraron inmerso en ellas. Silleda formaba parte de Lalín y me inicié desde el rol de vocal suplente. Con el tiempo y las enseñanzas de los que llevaban años de conducción llegué a la presidencia. Tengo el mejor de los recuerdos de esos tiempos de iniciación institucional, especialmente porque me permitió conocer bastante cercanía a Don Raúl Alfonsín, quien llegaría a la presidencia pocos años después, valorando el rol que el Centro Lalín había cumplido en los años de persecución de la actividad política. 

En ese momento se hizo un silencio, los dos necesitamos un respiro para asimilar la importancia de la recuperación democrática de aquellos años, y el papel que el Centro Lalín, la institución señera había cumplido. El hilo del pasado familiar siguió tejiendo el entramado de su historia, a la que se estaba acercando cuidadosamente, pero con entrega. 

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En el Centro Lalín, junto al Dr. Raúl Alfonsín

Por suerte mis padres pudieron viajar, retornar a sus raíces, más de una vez, aunque luego de treinta años, cuando las obligaciones laborales se lo permitieron. Mi padre no hubiese dejado de atender sus ocupaciones durante meses, la obligación era su norte, desde que había partido de su tierra. Yo no viajé con ellos, algo que hoy tal vez lamento, aunque tuve la dicha de haber conservado a mi padre en una larga vida, lúcido, y haber logrado entablar con él una relación de ternura, donde yo podía escuchar sus reiteradas anécdotas, valorándolas, como un tesoro que dejaba en herencia. 

6. CON AMIGOS EN SANTIAGO

Compartiendo trabajo y amistades en Santiago de Compostela

Viajé por primera vez a  Galicia a principios de los años 2000, llegué a Escuadro y estuve delante de la casa natal de mis padres, conocí a mis tías y primos, recibí ese abrazo de calor familiar, me senté en la tradicional cocina gallega, al lado del fuego, con el olor de la leña, saboreando uno y otro plato, una y otra copa, entre bicos y lágrimas. Visité el cementerio de la parroquia y, como todo hijo de inmigrantes sentí que en ese lugar estaban mis ancestros, que de alguna manera, pertenecía allí. Son las dos patrias que llevamos en el sentimiento, quienes atravesamos ese proceso de la Galicia Exterior. 

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Conociendo Escuadro. Junto a su familia, en la cocina típica 

Después,  en función de mis ocupaciones, regresé  con mucha frecuencia. Cada vez que arribo siento que Santiago de Compostela es una ciudad que atrae de una forma especial. La percibo como un viaje en el tiempo, me conmueve. Tal vez, algún peregrino haya estado entre mis ancestros y sea el culpable de que, cuando desde el Hostal de los Reyes Católicos escuché el sonido de la gaita, un bautismo de lágrimas pusiera mi sensibilidad en carne viva. 

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José Luis Seoane permaneció en silencio. Cerré mi libreta de apuntes, en sus ojos se había instalado una niebla, como la de Silleda, allá en la comarca del Deza. 

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Me retiré en puntillas, dejando que completara su viaje interior. Estaba segura de que el sol volvería a brillar, como lo hace siempre sobre los verdes prados, los montes y las xestas. Mientras tanto seguiría viendo “chover en Santiago” y se perdería a gusto por las callejuelas que conducen, inexorablemente, al propio pasado. 

Celia Otero. 10 de Junio 2021