jueves, 25 de abril de 2024

La historia es mía: Manuel Gómez Mella

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Los abuelos Evangelina y Jesús

Conoció a sus  padres a los seis años porque la emigración se los llevó a Buenos Aires, se crió  con sus abuelos en Regalade, una aldea gallega, de donde emigró muy pequeño; sin embargo, como una paradoja, sus nietos nacieron y viven allí.

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Conocí a mis padres a los 6 años. Con esa frase comencé a escuchar la historia de Manuel Gómez Mella que  fluyó como en una catarsis. Fue de las lágrimas a las risas y al cancionero. "Ya soy abuelo y dos de mis nietos nacieron en Galicia, a pocos minutos de mi aldea, es que mi hijo hizo el camino inverso". Como si los gallegos estuviéramos condenados a partir y llegar. Siempre.

Rasgó su  guitarra y  lo escuché cantarle a los paxariños que había despedido el día que lo llevaron a embarcar. Cuando las lágrimas le cerraban la garganta, era su esposa quien completaba el relato. Graciela es argentina, de raíz italiana, (aquí todos descendemos de los barcos según dicen), pero adoptó el galleguismo como parte de su amor por él. Es que sin Galicia Manolo no se comprende.

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Le costó volver, se negaba, no tenía valor, explicaba Graciela. Fui yo la que le dije: "aún vive tu abuela Evangelina: la que te crió, y de la que hablás con tanto amor, la que te enseñó a leer, la que te untó con aceite y miel el pan". Ya que no llegaste para ver al abuelo Jesús, andá ahora antes de que sea tarde. Y llegó a tiempo, ella pasaba los 90 años y por mucho, pero era la misma y al abrazarlo todo se convirtió en una ilusión y retornó a aquellos días.

Eras un rapaz rubio y alegre, que te comías las rosquillas das veciñas, eu berraba por ti nas escaleiras y non podía chegar. Corrías co teu compañeiro, Gonzalo, el Pecas. Ese que era colorado de pelo y de cara La abuela abrazaba a su nieto y no dejaba de agradecerle que tuviera una bisnieta bautizada con su nombre.

Tua filla, co meu nome. Eu non me creo que en Bos Aires esté o meu Noliño chamando por outra Evangelina.

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El viaje hacia el pasado nos fue llevando a Regalade, en la voz de Manolo.

Allí nacimos mi hermana y yo. Meus pais partieron hacia América forzados por la necesidad, como tantos otros,  donde se decía que non había fame, moito traballo, eso si pero comes como un rei. Entonces, me dijo, y tenía los ojos húmedos, sin que mi memoria hubiese registrado aún a mis padres, siento que los perdí. Fueron mi padrino Manolo y mis abuelos “os que quentaronme o corpo nas noites frías, que eran casi todas”.  

Siempre tenía  las piernas heladas, a xiada e moi forte, Noliño, ponte os calcetís de lana, ainos no arcón, me  decían los abuelos. Con meus zocos, preservaba los pies de la humedad y el lodo, caminaba por los senderos que me llevaban a buscar agua a la fuente o a cuidar las vacas de un prado, levarlle o xantara los que estaban segando nos eidos, o cortando leña en los montes.

A la escuela  podía ir poco, por el clima o por los traballinos que había que facer, pero como la maestra de la aldea era miña avoa Evangelina eu podía aprenderna casa. Con  cinco añitos había empezado a leer, y hasta escribía palabras que me sonaban lindas. 

Escuchándolo entendí que conservara su gusto por escribir canciones y ponerles música y voz.

Su familia, como todas, tenía un apelativo. El nombre con que desde hacía generaciones se los conocía en la parroquia y alrededores.

¿E ti de quén veñes sindo? ¿Eu? Dos Panadeiros, de Regalade. Home claroesos los conozco yo hai tanto tempo que nin macordo. Sonche xente boa, de palabra, con ellos haces un trato y no firmas ni un papel. Manolo reproducía esos diálogos como si estuviera aún o carón  do hórreodacasa. 

En invierno recogíamos las castañas para el magosto y hacíamos muñecos de nieve en los prados. Allí por los senderos iban él y el Pecas cantando las tablas de multiplicar, que se grabaron en su mente, como los nidos, las ramas, los árboles y Evaristo, el perro que los acompañaba en sus caminatas. Mira o can: non se aparta de ti, como le das do teu pan e non o botas fora… 

A su lado, jadeando y echándole miradas extrañas, lo acompañó hasta donde pudo el día que lo llevaron a embarcar a Vigo. Noliño dio vuelta la cabeza para verlo por última vez y escuchó el canto de los pájaros, el sonido del agua y los susurros del viento del norte en las ramas de los castaños y los carballos. Guardó en su memoria de seis años  esos tesoros y de ellos se alimentó.

Mamá Balbina y Papá Antonio lo recibieron al bajar del “Juan de Garay” después de casi tres semanas de mar revuelto, lágrimas nocturnas, temores diurnos y estómago enfermo. Mucho después supo que le había tocado viajar en un barco que llevaba el nombre de quien fundara esa ciudad puerto, de la que se apropió, y a la cual terminó queriendo.

Por las noches revivía los días de la partida. Se lo avisaron casi al final. Reclamanche teus país Noliño e teñen o seu dereito. Ahora pueden, se han acomodado algo con los trabajos y la vivienda. E ti eres seu fillo, non ten caso que choremos. Pero choraron e moito. Vagoas dabondo. 

Sufrió el exilio, en la escuela era el extranjero que mezclaba sus palabras gallegas, que movían a risa a los compañeros, con algunas en un castellano mal pronunciado. Muchas veces ponía fin a las burlas con golpe de puño. De min non se van reir, eu son galego e eso non o perderei nunca. Porque tampoco en su tierra se lo hablaba a diario, ni bien. A veces casi no entendía lo que decían los otros chicos o las maestras, pero en las cuentas era siempre el primero… él repetía, en silencio, como un rezo, la letanía de las tablas que había aprendido caminando y cantando con su amigo el Pecas.

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Comenzó a trabajar ni bien dejó la primaria, por las noches asistía al bachillerato. Así pasó su juventud: trabajo, esfuerzos aunque también había reuniones con la guitarra. En una conoció a Graciela Vivian. La bella argentina lo conquistó para siempre. 

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Supo que había elegido bien cuando ella propuso que cuando tuviesen una hija llevara el nombre de la bisabuela. Evangelina. 

Nació primero su hijo Fernando que ya tenía dos años cuando la niña llegó como una enviada. Manolo había logrado un empleo estable, el estudio por las noches había dado sus frutos. Trabajaban duro, los dos, pero de a poco pudieron acomodarse en un pequeño apartamento y criar sus hijos, con lo necesario y con mucho amor, por la familia y por las raíces.

Tal vez por ello un día, cuando ya creían que la vida no tenía con qué sorprenderlos el hijo les hizo ver que siempre hay algo que nos conmociona. Les anunció que se instalaba en Galicia, precisamente en Silleda. Lo vieron partir y recibieron por teléfono el anuncio de que iban a ser abuelos. Ese nieto gallego que parecía cobrarse la cuenta pendiente de aquel Noliño.

Tengo la vida partida, me dijo esa tarde. Nietos allí y aquí. Recuerdos en ambos lados. ¿Te das cuenta que ya no podemos volver a ser de un solo lado del Océano? 

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Y le costó volver también esta vez. Había que conocer a los hijos de Fernando, que ya eran dos. 

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Tenés que ir Manolo, insitió nuevamente Graciela, los chicos merecen conocer al abuelo. Sabés que me da pánico el avión. Sería eso ¿o tal vez el miedo a desear quedarse? Pero lo venció y volvió por segunda vez, ya no estaba Evangelina, la abuela, pero sí su tía Placeres y la casa… y los senderos y los paxariños, a quienes les había cantado. 

En el aeropuerto el abrazo apretado de su Lucía, la nieta porteña le recordó que lo esperaba ansiosa para jugar al dominó, bailar la muñeira que él le enseñaba en el salón de su casa y aprender las canciones que rasgaba en la guitarra.

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Quiso la casualidad o el Gran Hacedor que en ese viaje coincidiéramos. Un tiempo atrás, al conocer su historia  me había propuesto conocer Regalade, aunque nunca supuse que lo haría con el protagonista. 

En este lugar que ves me pasaba las mañanas junto al Pecas, en aquel sendero llevaba las vacas con una vara, en ese prado nos tirábamos a ver las nubes del verano. Manolo iba dibujando sobre el plano lo que había bordado con palabras. Aún estaba la tía Placeres y el tío, las herramientas, el portón milenario y el hórreo. Estaba y estaría Regalade, con su casa, el viejo portón de su infancia y la morriña que ningún emigrante puede arrancar del corazón.

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Con los nietos de la mano Manolo y Graciela repetían una historia que desde los tiempos de Odiseo el hombre ha tratado de contar. ¿Se puede volver al lugar del que nos fuimos?. 

Nunca nos podemos bañar en el mismo río. Nunca volver al mismo lugar. Pero sí al que tiende el hilo que nos ató para siempre a la tierra. En éste sitio  Manolo tenía sus seis años de vida gallega, que lo forjaron más que las décadas de emigrante. 

Lo ví acariciar las piedras de la casa en que nació y se crió, me enseñó el sitio en que descansaba con su abuelo, y  dijo: aún siento su olor, y si me esfuerzo lo oigo contarme historias en voz baja, para que me durmiera.

Y en esta hucha se guardaban las ferramentas, que no podía tocar porque “te cortas Noliño, ese fouciño estache moi filoso…”En aquella artesa estaba la harina para el pan, y ese era el horno. Y aquí los chorizos y algún lacón si lo había.

Hubo heridas que no pudo sanar. Dejar a sus abuelos, que le habían dado todo el cariño que tenían y más comida de la que podían. Alejarse del Pecas, de las vecinas que le dieron rosquillas a escondidas y roxós cuando los había, de las filloas de la tía que eran únicas y del cariño de su padrino Manolo, que lo bautizó con su nombre.

Observé en su mirada que regresaba al  día de la partida y volvía a ver los árboles, las casas, los sembrados, el agua de la fuente, cristalina y fría. “Sentí una orfandad que se hizo más fuerte cuando dormí esa noche en la habitación de los abuelos, como siempre, y los sentí respirar y escuché una vez más sus sonidos nocturnos. Los últimos que me quedarían en la memoria". O abó ronca, solía decir por las mañanas, y eso ya era suficiente para que la avoa Evangelina se riera a carcajadas, porque el abuelo Jesús lo desmentía, non escoito eu que ronque nada. 

Recordó el día que, a Buenos Aires llegó aquella carta con una esquina cruzada por una diagonal de negro. Lloró tanto que sólo la almohada y el árbol que había en el fondo de la casa supieron de su despedida del abuelo Jesús. 

Eso me contaba Manolo Gómez Mella, mientras caminábamos ambos por los senderos estrechos de Regalade, detenida en el tiempo, interrumpida a veces por el sonido de un avión que atraviesa el espacio aéreo, por el motor de un auto que pasa veloz por la carretera nueva, pero os paxariños son os mesmos, e o can, si o miro ben... eche aquel Evaristo que ladrou a lua toda a noite en que embarquei.