La nueva ourensanía | Sandra Viveros, hablemos del peluquín si la charla es más que placentera

Entre las pelucas, extensiones y trenzados africanos de un pequeño negocio de la calle Cervantes, se oculta Sandra Viveros Guevara, eternamente joven de cuerpo y espíritu, “mi edad la que aparento, ¿es necesario?”. Presumida donde las haya esta joya colombiana. “¿Miss Mundo, tú entras el jueves?”, le pregunta hace veinticuatro años una empleada del supermercado donde trabajaba, allá en Calí, a lo que ella responde: “De eso te quería yo hablar…” Y hasta hoy. Aterrizó en Ourense un día de San Valentín a visitar a su familia, y como si el ángel y su flecha volaran a su lado, conoció a su marido ourensano, tuvo dos hijos, emprendió este negocio que lleva veinte años funcionando y despidió a su marido hace siete, cuyo fallecimiento todavía le emociona. “El hombre de mi vida”, confiesa. Aquí sigue Sandra, con mucha memoria de su país pero guardada en el lugar correcto, el de las morriñas sanas y los recuerdos fantasía que nunca son trágicos porque aportan color. “Del mismo padre y madre somos diez”, se monda y evoca una Colombia de infancia agrícola con un progenitor de cascos ligeros, antes de estudiar secretariado y emanciparse más adentro en la capital. Color el que ella luce, ataviada en un naranja favorecedor muy distinto al que llevaba en un primer encuentro. “Ven otro día, me tengo que arreglar”, demanda la que algún día quisieron meter en un concurso de misses locales por un reinado intermunicipal. Concede Sandra una entrevista soberbia, con mucha luz y poca sombra a pesar de llevar los lutos muy presentes en el corazón. Siempre en contacto con su familia política, con la que vive en la Carretera da Granxa, se siente ya más ourensana que de allá. Expresiones de Colombia no le vienen a la cabeza pero sí las blasfemias locales, que como católica practicante a medias rechaza con elegancia. “No hay que cagarse en lo divino”, opina. Bisoñé de la alegría Sandra Viveros es tímida y pese a ello hace su papel de entrevistada ejemplar. “Yo no sirvo para estar aguantando a la gente”, confiesa, y muy bien dicho porque las personas deberían ir a su tienda a ponerse unas trenzas africanas y dejarla hablar. “Se tarda cinco horas más o menos”, revela sobre el procedimiento, y qué tiempo tan bien invertido que sólo salen maravillas de esa boca en la que el coral luce espectacular. “Me gustaría ir a Las Vegas”, espeta en medio de una conversación que viene del día a día “como padre y madre” del trabajo a casa. “Antes las pelucas se asimilaban mucho con enfermedades, hoy día las grandes estrellas las usan”, explica Sandra la tendencia del postizo de cabello natural o fibras, que abarca una clientela que va más allá de la alopecia, y que es más cercana a la moda y al cambio de look. Convierte el bisoñé, que viene del francés ‘necesitar, necesitado’, en un complemento que ya no aplica como tal. “Directa”, dice de sí misma, y habría que añadir franca, sin dobleces. Le gusta la música, “veo poco la tele”. Se la vio bailar con una fregona en ese primer encuentro con la radio de fondo. “Lo que me pongan, perreo, salsa, vallenata, bachata”, dice sobre el talento de sus caderas. No rechaza la gaita pero claro queda cuáles son sus fuertes. Recorrería el mundo entero Sandra Viveros Guevara, transmite ese brío, y si no tuviese hijos tendría esa voluntad. Ella es como las pelucas que vende: hoy oscura, mañana clara, un día hecha un zarrio, al día siguiente peinada, viveza por fuera, duelo por dentro, camaleónica hasta decir basta, y con todo llena de verdad.