La nueva ourensanía | Mirella, cambiar todos los euros del mundo por un sol peruano

Rara es la ocasión en la que el fenómeno migratorio responde a una elección libre y no a una circunstancia forzosa. Cuestiones políticas, económicas, de seguridad, salud o todas juntas viajan en la mochila del desplazado como parte de su historia y fuente de no pocas frustraciones identitarias. Mirella Hanay Pinto Padilla (Lima, 1989) arranca sin embargo su relato describiendo una travesía por amor, con la ilusión de un proyecto de pareja que apenas acaba de terminar, y se reconoce en un presente con más carencias que en su pasado peruano. “A mí nunca me faltó para comer”, confiesa en relación a su vida limeña al frente de un puesto como pescadera, heredado de sus padres. Cierto es que no le daba la vida para caprichos propios de un capitalismo atroz, “ese tiene plata”, dice Mirella para referirse al que podía comprarse una zapatillas fardonas, pero aquí no hay familia ni “desayunos a las siete de la mañana con todos”. Y recuerda a su tribu pululando o a la mesa, sus dos hijas “mándeme a las bebés para que coman”, dice su madre, el móvil a un lado, “vamos a comer un lonche”, (del inglés ‘lunch’), que viene a ser un almuerzo, añade el abuelo y el trasiego de la abuela que baja con caldo de gallina, o que sube todos los días con su bolsa de fruta. De la morriña quechua “Creo que me definiría como una persona débil”, suspira Mirella. Un mundo a sus espaldas para dar una imagen de sí misma que viene de muy adentro. “En vez de hacer lo que me lleva para arriba, hago lo contrario”, describe una batalla consigo misma que se resume en andar con la lengua fuera por la mera supervivencia para sí misma y sus hijas, de catorce y veinte años. “Ellas llevan aquí un año y medio”, comenta sobre las protagonistas de una crianza muy diversa a la suya, unas niñas que entran y salen, y la soledad de una madre que ansía una paz que nunca llega. “No logro encajar en ningún lado”, confiesa. “Economía y plata”, resume Mirella, un día a día que no va con ella, sorprendida, como si no fuese lícito rechazar un modo de vida carente de espacios de felicidad. “¿Negra estás bien?, pregunta su madre desde allende los mares, y claramente Mirella Pinto no está bien porque no puede contener el llanto. “Me voy a Perú”, pensó en más de una ocasión. “Yo trabajo, yo tengo manos”, se reafirma la limeña. El juicio, no obstante, de sus más queridos del otro lado del mundo la retiene aquí. “Piensan que vamos a truncar, que no vamos a salir para adelante”, le opinan la madre y la hermana en Lima. Cuando llegó a España trabajó con una familia como interna y se vió con “mucha plata en mano” y soñó con comprar un terreno allá, construir una casa, montar un puesto y resolver su morriña en un jaque mate, pero vino la pandemia y se le rompió el cántaro. “En el 2021 fui en un vuelo humanitario para Perú”. Así arranca el final de una época para Mirella Pinto, su retorno al país, los quince días de confinamiento en un hotel mientras su padre fallecía. Veinticuatro horas después de aterrizar y a una hora de su casa, le daban la noticia por teléfono. “Sentí como si se hubieran llevado la mitad de mi vida”, concluye la mayor de cinco hermanas. “¡Nos metemos algo Mirella y nos hacemos unas aguas!”, dan ganas de decirle en su propio idioma para convidarla a bien comer y ahogar las penas en vino para llorar a un papá que está más vivo que muerto. “Carallo” dice en gallego, “morrer”, no podía ser una palabra optimista la que sale de boca de esta hembra. “Me encanta ese puente en el que subí un día y me mareé”, en alusión al Milenio. Todo son desgracias, y su país por todas partes, en la selva, el cajón, la marinera norteña o el huaylas, que son las danzas folclóricas peruanas. “No creo en imágenes de yeso”, describe Mirella su vertiente cristiana. Cabal, y sin refugio en estampitas resuelve la vida hoy con su salón Nails Mire Mire en calle Progreso, y el proyecto de un restaurante en ciernes que pronto abrirá sus puertas. Sencilla como “el viño de casa”, Mirella consigue llegar a todo, emprender y de paso desdeñar el dinero si para presumir vale. Tanto gusto hablar con ella, y escucharla exfoliar otro tipo de durezas, más grato sería delante de uno de sus ceviches con chicharrón peruano. Como se diría en su país cuando quieres otro plato, “por mí repito porque estaba de la mierda”.