Luis Manuel Ramos Pupo, el gentil cubano que da mucho más de lo que pide

Luis Manuel Ramos Pupo (Holguín, Cuba, 1951), ‘Lui’, para los amigos, responde educadísimo a una batería de preguntas formuladas a pie de calle en un gélido día de invierno. Lleva desde las nueve de la mañana aposentado a la puerta del Gadis de la Avenida de Zamora, es la una de la tarde y todavía le quedan cinco horas y cuarenta y cinco minutos para el final de su turno. “Yo a esto le llamo un trabajo porque es de lo que vivo”, afirma rotundo cuando se le pregunta por el origen de su mendicidad. Por si no queda claro reitera: “Para mí esto no es mendigar”, y explica que él no pide dinero estrictamente, sino que agradece cualquier acto voluntario de solidaridad de vecinos o de quien por allí pase. Inicia la jornada leyendo el periódico en la lavandería del barrio y la remata en el autobús que le lleva a su apartamento en el barrio de Mariñamansa, donde reside con su mujer, también cubana, que percibe una pensión no contributiva que no llega a los quinientos euros y hace alguna que otra limpieza aquí y allá. El cartel que enmarca su ‘oficina’ reza “se aceptan alimentos”. Prueba de ello el carrito de la compra que lo acompaña, que dos veces por semana rellena una vecina del barrio. “Me hace compras de unos 30 euros los lunes y los viernes”, especifica. Llega una furgoneta de reparto y tiene tarea. “Llevo con la carretilla algunos pedidos y al final del día el muchacho me da a mí lo que puede”. Cinco, seis, ocho euros, se saca en propinas, una suerte de economía sumergida que no hace mal a nadie y que a él le ayuda a pagar facturas. Sostiene que pedir limosna “no es una decisión fácil, pero ¿qué voy a hacer?” Ramos Pupo describe su situación, cuenta 72 años, su esposa 68 y pagan un alquiler de 225 euros. Amo de la calle Mientras hace las cuentas, pasa una chica en patín de origen latino. Ella le sonríe. “Chao mi niña”, le dice cariñoso, y cuando la conversación vuelve a arrancar, un adolescente apenas se detiene para hacer con él un choque de puños y meterse en el edificio de al lado. En media hora escasa de conversación pasan otras seis personas más y a todas saluda. Desde el chico de etnia subsahariana que le deja tres yogures de fresa, hasta un señor trajeado al que agradece un euro, “Alcalde hermanito Dios me lo bendiga”, o un trío formado por señora española y dos chicos. “Chao papito… hasta luego Maruja…”, y no sigue porque podría pasarse la mañana de plática con los viandantes. “¡Aquí me conocen más que en Cuba!”, y se carcajea sabiéndose popular en la concurrida avenida. Su llegada a Ourense hace doce años vino determinada por el consejo de una sobrina también residente, que le sugiere que el frío es menor aquí que en tierras zamoranas, de donde era oriundo su padre. Mientras informa acerca de su plena nacionalidad, “tengo DNI y pasaporte español”, mueve las manos con brío. Lleva un guante de cada color, zapatos en perfecto estado, mascarilla y visera curvada que retrotrae a la cultura americana del béisbol. “A mí me gusta mirar a la gente a los ojos cuando me habla y como estoy sentado…”, y enfoca la vista hacia arriba justificando con esta frase el uso de las medidas de protección. “Nunca en el tiempo que llevo aquí me he cogido un catarro”, comenta orgulloso de reconocerse un caribeño adaptado al clima. Con cinco hijos, nueve nietos y dos bisnietos, todos entre su isla natal y los Estados Unidos, desearía algún día ganar un premio que le permita comprar una casita, criar animales, y vivir como antaño cuando era camionero en Cuba. Un sueño hecho realidad cada año y medio, momento en el que viaja al otro lado del charco a reunirse con los suyos en su humilde propiedad. “Si el mar se secara se queda Cuba sin gente, porque allí no se puede vivir”, opina en relación a la situación económica de su país. Si bien no se prodiga por Ourense fuera del horario laboral, opina que lo mejor de aquí son las personas, y con el semblante de aquel que se siente querido está siempre dispuesto a ayudar. Tan pronto vigila el coche al que se detiene unos minutos en la zona de carga y descarga, como a los niños de una mujer aturullada que no da abasto y aparca en la puerta. “Le forman una gritería a la mamá”, se ríe, “yo he salvado de multas de 200 euros no sabes cuánta gente”, comenta. “No, chica, no”, ante el anuncio de que la charla toca a su fin. Luis Manuel Ramos Pupo no lo cree pero es el alma de la calle. Nadie brilla más que él en toda la manzana porque con educación, pulcritud y buenas maneras reta al sistema con el delicado arte de pedir limosnas.