jueves, 18 de abril de 2024
21/04/2015

Setenta años después

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Si el año pasado fue el de las conmemoraciones del principio del gran trauma nacional austriaco, la primera guerra mundial, y la sociedad austriaca entera hizo memoria de lo que fue la pérdida del imperio y, quizá, por qué no, la pérdida de la gran ingenuidad que ahora llamamos inocencia, y que hizo que el mundo tuviera que acostumbrarse a la muerte como un producto industrial fabricado por el hombre y para el hombre, este año, las conmemoraciones son las del final de la segunda guerra mundial, en abril de 1945 y, con ella, el nacimiento de la segunda república austriaca que aún dura (y quiera Dios que aún por muchos años).

Setenta años se cumplieron estos días de la liberación de Viena por parte de las tropas nazis. Es curioso que a mí, que soy madrileño y he visto, como cualquier español, miles de fotos del Madrid republicano bombardeado sin ver en ellas nada más que un documento histórico más, se me saltan las lágrimas, en cambio, cuando veo fotografías o películas de aquella Viena que se enfrentaba a la incertidumbre de ser conquistada por los soldados soviéticos que atravesaron el Canal del Danubio por Schwedenplatz.

Quiero tanto a esta ciudad en la que vivo, está tan arraigada en mi corazón su tranquilidad, su pacífica hermosura, que no puedo evitar que se me haga un nudo en la garganta cuando veo los planos fugaces de los carros cargados de enseres, tirados por una mulita escuálida, pasando por delante de lo que hoy es el McDonalds de Schwarzembergplatz. O cuando veo fotos del imponente vestíbulo del parlamento austriaco, cuyo parqué arrancaron los soldados para calentarse durante aquella fresca primavera. O las estatuas orgullosas de los héroes de la Heldenplatz emparedadas para que no les afectaran los bombardeos más de lo inevitable, o la misma Heldenplatz hecha (literalmente) un patatal, porque los vieneses utilizaron toda la superficie ajardinada disponible para procurarse este humilde alimento.

He pasado mil veces por el lugar en donde, en aquellos tiempos, tres tumbas sin cruz señalaban el lugar en donde habían caido otros tantos desgraciados y lloré el otro día al ver un documental en la televisión que mostraba el incendio de la catedral de San Esteban, que es el corazón de Austria (y su monumento más visitado) pero que ocupa también una posición muy importante en mi geografía cotidiana.

No puedo imaginar lugar de la tierra más incompatible con la guerra que esta Viena a la que tanto quiero, y entiendo el trauma que supuso para muchos austriacos de principios del siglo pasado ver cómo la calma de la ciudad que amaban tanto como yo, que conocían tan bien, se quebraba como se quiebra un cristal precioso o un plato de porcelana que ya no se puede volver a componer.

Es tiempo de recordar, de que recordemos todos, para que aquellas cosas no se vuelvan a repetir. Hace solo setenta años que pasaron. Una generación de ancianos nos separa del horror. Y parece que se nos está olvidando...