martes, 19 de marzo de 2024

Hija de emigrantes y emigrante. Nací en el trópico y de mayor me instalé en la tierra de mis padres. Quiero contar historias que reflejen mi admiración por esos padres que lo dejan todo por dar un mejor futuro a sus hijos y que sirvan de inspiración a quienes ahora se embarcan en esa aventura. También escribo en maternidadfacil.com, donde comparto junto a madres jóvenes la experiencia de la maternidad.

Emigración de ida y vuelta: Cuando los hijos retornan

Cuando los hijos nos vamos a la tierra de nuestros padres tenemos una sensación extraña en el cuerpo. Por un lado todo es nuevo, pero al mismo tiempo mucho de lo que tenemos delante ya lo conocemos, solo que la imagen que tenemos en nuestra mente es la que nos dibujaron nuestros padres con sus memorias.

Es una sensación extraña por momentos, saber que vienes para quedarte y que, parte de ese deseo de salir adelante en este nuevo lugar, tiene que ver con volver a abonar unas raíces que en su momento otros arrancaron para empezar un huerto en otro lugar, donde ahora tienen jardines florecientes y que, en muchas ocasiones, sienten más su hogar que lo que han dejado atrás. Y aunque emigrar es difícil, sentir que no partes de cero ayuda mucho a lanzarse a la aventura.

Para algunos de nosotros el camino es a la inversa, desandamos lo que anduvieron nuestros padres y continuamos un trayecto que se quedó en pausa, aunque no siguiendo los pasos desde donde ellos dejaron una última huella, sino marcándonos un nuevo camino desde el punto de partida que ellos nos ofrecieron: una familia lejana, una casa en el pueblo o, simplemente, un cariño por un lugar que siempre ha estado ahí, en nuestros sueños.

Los hijos de emigrantes somos personas que vivimos dos vidas, la de aquí y la de allá. Vivimos inmersos en la cultura del lugar donde nacimos, donde nuestros padres empezaron su propio camino y, al mismo tiempo, nos sumergimos en la otra cultura, la del otro lado del charco, llena de piedra y leyendas, de una familia que está pero no está, que echamos de menos sin apenas conocerla.

Sentimos conocido lo desconocido y nos es propio tanto lo que experimentamos en nuestra casa, como lo que aprendemos de nuestra otra casa. Yo aprendí historia de Venezuela al mismo tiempo que jugaba a un juego de cartas con el que aprendía cuáles son las provincias españolas, bailé joropo y tambores en el colegio y muiñeiras en las fiestas familiares, celebré las navidades en manga corta y en la playa, pero también abrigada hasta el cuello sentada muy cerquita de la estufa.

En mi casa en Venezuela, una mesa de 8 plazas llegaba para toda la familia y a veces hasta sobraba sitio. Aquí en Galicia nos hacen falta mesas interminables y bajar a la bodega cada vez que hay una celebración… y la familia sigue creciendo.

Creces entre conceptos distintos de familia, ideas diferentes de cómo vivir la vida y aprendes: aprendes de unos y de otros y tu mundo se hace un poquito más grande y más feliz gracias a ellos.

 

Y si algún día nuestros padres deben volver a su primer hogar, nosotros seremos sus guías y los ayudaremos a lidiar con el cambio, porque el hogar que ellos dejaron atrás ya no se parece a lo que encontrarán cuando regresen. Seremos nosotros los puentes que los conecten con la familia y la vida cotidiana, al igual que ellos fueron nuestros puentes con esa cultura y esa forma de vida que se llevaron en cuatro maletas a la tierra en la que nacimos.