Carmen Álvarez: una novela iberoamericana escrita en Castro Caldelas

Ya cuenta cinco nietos, pero cuando habla suena con la voz dulce de una niña, hija única adorada que va asumiendo los reveses de la vida con buen semblante y kilos de paciencia. “Íbamos al centro gallego a bailar, mi padre tocaba el acordeón, la flauta, la gaita y ¡todo de oído!”, comparte sus recuerdos Carmen Álvarez Losada (La Habana, 1944), y documenta una época próspera entre gallegos en Cuba. Carmen Álvarez Alejandro Calderón: un baile a la vida, biografía de un emigrante colombiano Desde el piso donde crio a sus tres hijos en el barrio de San Francisco, no escatima en detalles para narrar una historia de película, que la llevó desde su Habana natal a la provincia de Ourense. “Sigo añorando Cuba con todas mis fuerzas”, reconoce, aunque no se permite volver. “Sería como romper una promesa”, explica, y hace alusión a la idea familiar que compartía con sus padres y primas de que retornarían todos juntos “a una Cuba libre”. Carmen Álvarez Su padre, originario del Burgo, una aldea de Castro Caldelas, había emigrado y en La Habana conoció a su madre, también de raíces caldelanas. Allí se estableció en el barrio del Cerro donde se hizo panadero. “Un trabajo muy duro por el calor y la gran humedad”, cuenta Carmen. La llegada de Fidel Castro al poder supuso un retorno a España para su padre, y una vía de escape para su madre como sirvienta a Nueva York. “Fue la valiente de la familia”, declara orgullosa al evocar a una mujer que toma la iniciativa de trabajar con unos adinerados cubanos en el exilio. “Los Falla Gutiérrez, que habían salido a través de la embajada italiana”, enriquece Carmen un relato cada vez más fascinante. Tenía Carmen quince años cuando se monta en los llamados ‘vuelos de la libertad’, una operación de transporte aéreo de refugiados a los Estados Unidos que llevaron a cubanos a Miami entre 1965 y 1973. “Iba con lo puesto, sin maleta ni documentación”, relata todavía incrédula de su propia proeza una Carmen que se autodefine como dócil, reflexiva y prudente. “Solo sabía el inglés del colegio, the chair, the window, green, fish… ¡yo qué sé!”, resulta un placer escucharla y constatar que, después de tantos años, conserva ese acento americano de escuela buena. Continúa Carmen con sus peripecias y habla de varias azafatas americanas que lograron hacerse entender para ofrecerle ayuda. “¿Gua happen?” (qué te ocurre, en inglés), la increpaban al verla. Regala Carmen un discurso rico en idiomas, ahora con un delicioso anglo cubano del que debería presumir sin pudor alguno. Apareciose entonces una monja con una carta de su madre, que la pone en camino a la ciudad de los rascacielos con un matrimonio cubano-coruñés que a su vez trabajaba para un americano “que llegó a la Casa Blanca”, revela. En la Gran Manzana vivió una década. “A mí Manhattan me marcó la vida”, suena en su voz el preludio de un lance biográfico fruto de una época, de una historia compartida por tantas mujeres y por tantos migrantes, y de la ilusión de un Shangri-La místico y armonioso, a la sazón Castro Caldelas. Allí se casa Carmen en 1969, lugar al que venía a visitar a su padre y familiares desde el 62. “Me enamoré de su simpatía, de lo bien que bailaba…”, sonríe cuando recuerda a su marido, el causante de este giro vital irreversible. “Fueron muy duros”, confiesa Carmen en relación a los primeros años en Galicia, y la transición de mujer trabajadora en las Américas a verse en un pueblo, en total soledad. Pero urde Carmen una treta para que ella y el “caldelano hasta la médula” se muden a Ourense capital, en 1972. “Mi marido murió sin saber cómo lo conseguí”, sonríe. ¿Brujería cubana?, niega en rotundo. La rectitud de Carmen es incuestionable, pero puestos a compartir pecadillos ahí va el de aquellas veces que su padre se dedicaba a coger los cuartos que dejaban los santeros al lado de gallinas muertas en el riachuelo, allá en la Habana de su corazón. “Ellos son supersticiosos, pero yo creo en los dólares”, le recuerda entre carcajadas. Carmen Álvarez Habla Carmen de platos favoritos, “Frijoles negros, tasajo, arroz blanco, plátano verde y maduro frito”, si es de allá, y “caldo gallego”, si es de acá. Maridados todos ellos con el refresco americano por excelencia. “Ni mojito, ni licor café, pero coca cola desde los 4 años”, añade. En la recta final se descubre la Carmen pintoresca que casi no se deja ver de tanto meneo por el mundo, guiada por su devoción a los demás miembros de su familia. ¡Quién pudiera darle un vuelco a la vida!. Parece decirnos Carmen con la mirada que pueden vivir muchas almas en un solo cuerpo. Así, “igual que cuando venía un ciclón y mi padre me llevaba al malecón a ver las olas y el aire…”, la Carmen, joven caribeña, que se dejaría empapar bajo rayos y truenos, convive con la abuela gallega a la que si le preguntan por un sueño responde “salud para ver crecer a mis nietos”.